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¿NO NOS DAMOS CUENTA? ¡EL BURRO ANDA SUELTO!

El arte de hacer política ha sido un asunto recurrente a lo largo de la historia de la humanidad. Se han escrito ríos de tinta sobre la forma de intervenir en los asuntos públicos, sobre las formas de desarrollar esta importante actividad al servicio de los intereses comunes de una sociedad. En la actualidad los países de la esfera con la que  España se siente más identificada, poseen y poseemos una forma de gobierno que venimos denominando “democracias liberales”. Son democracias en la que los ciudadanos elegimos a nuestros representantes para que tomen las decisiones políticas de forma que estén sujetas a un Estado de Derecho y a una Constitución encargada de regular la protección de las libertades y derechos de los propios ciudadanos. De ahí subyace la gran responsabilidad que tenemos los ciudadanos a la hora de elegir a nuestros representantes o, lo que no es de menor trascendencia, la capacidad que tengan estos últimos para ofrecer un programa viable, que vele por el “Bien Común” y del que se puedan hacer responsables sin faltar a su palabra.

Para reflexionar sobre estos asuntos al nivel que cada uno pueda considerar que le concierne más se adjuntan dos publicaciones, la primera es un artículo reciente escrito por Armando Regil Velasco en el medio digital “El economista”, México a 14 de marzo de 2018. La siguiente se ha extractado de un diálogo de Platón, varios siglos antes del nacimiento de Jesucristo, que puede servir como introducción para los que deseen reflexionar sobre cual puede ser el mejor servicio político que puede ofrecerse a disposición de los ciudadanos:

  • ¿Agradar al pueblo o educarlo en la virtud?
  • ¿Vivir en democracia o caer en demagogia?.

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  A continuación se adjunta el artículo escrito por Armando Regil Velasco:

«SI QUIERES DESTRUIR UN PAÍS, SUELTA A LOS BURROS».

https://www.eleconomista.com.mx/opinion/No-nos-damos-cuenta-El-burro-anda-suelto-20180314-0027.html

“Cuenta una historia que había un burro atado a un árbol; vino el demonio y lo soltó. El burro entró al huerto de los vecinos y empezó a comerlo todo. La mujer del campesino lo vio, tomó su rifle y disparó. El propietario del burro oyó el disparo, salió, vio a su burro muerto y se enfadó, tomó su rifle y disparó a la esposa del campesino.

 Al regresar, el campesino encontró a su mujer muerta y mató al dueño del burro, los hijos del dueño del burro, al ver a su padre muerto, quemaron la finca del campesino. El campesino, en represalia, los mató. Y preguntaron al demonio qué es lo que había hecho. Éste respondió: “Nada, sólo he soltado al burro”.

La moraleja es: si quieres destruir un país, suelta a los burros…

 Al dejar la ética y el civismo de lado, los mexicanos caímos en el juego perverso de creer, casi como verdades nacionales, muchas mentiras. Hemos visto al burro suelto y deducido una serie de cosas que no necesariamente corresponden a la verdad de lo que es y lo que sucede.

 Caímos en la trampa del egoísmo y la indiferencia, de creernos y sentirnos enemigos por pensar distinto. Desconfiamos unos de otros por ignorar quién es responsable de qué…”

ARMANDO REGIL VELASCO.

Fuente: el burro y el diablo, por rrivemarelo.

Enlace: https://heroismoagonizante101.com/2018/06/28/el-burro-y-el-diablo/

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A continuación se aporta una reflexión sobre arte político a través de Gorgias, un diálogo de Platón:

“Sócrates.— Nosotros hemos encontrado, por lo tanto, una retórica para el pueblo, es decir, para los niños, las mujeres y los hombres libres y los esclavos reunidos, retórica de la que no hacemos mucho caso, puesto que hemos dicho que no es más que una adulación.

 Callicles.— Es verdad.

 Sócrates.— Muy bien. ¿Y qué nos parece esta retórica hecha para el pueblo de Atenas y los pueblos de las otras ciudades, constituidos todos por hombres libres? ¿Te parece bien que los oradores compongan siempre sus arengas en vista del mayor bien y se propongan hacer que sus conciudadanos se vuelvan más virtuosos, todo lo más posible, por virtud de sus discursos? ¿O bien que los mismos oradores, buscando agradar a los ciudadanos y descuidando el interés público para no ocuparse más que del suyo personal, traten a los pueblos como a los niños, esforzándose únicamente en complacerlos sin inquietarse de si por esto se volverán mejores o empeorarán?

 Callicles.— En esto tengo que establecer un distingo: hay oradores que hablan teniendo a la vista la utilidad pública; otros, en cambio, son como has dicho.

 Sócrates.— Me basta con esto, porque si hay dos maneras de arengar, una de ellas es una adulación y una práctica vergonzosa, y la otra es honorable, yo opino que ésta es la que trabaja en mejorar las almas de los ciudadanos y se dedica en toda controversia a decir lo que es más provechoso, sea agradable o no al auditorio. Pero tú no has visto jamás una retórica semejante, o si puedes nombrarme algún orador de este carácter, ¿por qué no me das su nombre?

 Callicles.— ¡Por Júpiter! Entre todos los de hoy día, no conozco ni uno.

 Sócrates.— ¿Qué dices?… Y entre los antiguos, ¿podrías nombrarme alguno de quien pueda decirse que los atenienses se volvieron mejores desde que comenzó a arengarlos de menos buenos que eran antes? Porque yo no veo quién pudiera ser.

 Callicles.— ¿Será posible que no hayas oído decir que Temístocles fue un hombre de bien, lo mismo que Cimón, Milcíades y Pericles, muerto hace poco y cuyos discursos has oído?

 Sócrates.— Si la verdadera virtud consiste, como dijiste, en contentar sus pasiones y las de los otros, tienes razón. Pero si no es así, como nos hemos visto forzados a reconocer en el curso de esta discusión, la virtud consiste en la satisfacción de nuestros deseos, que una vez contentados hacen mejor al hombre y a no conceder nada a los que empeoran, y si además hay un arte para esto, ¿puedes decirme que alguno de los que acabas de nombrar haya sido virtuoso?

 Callicles.— No sé qué contestarte.

 Sócrates.— Si buscas bien, encontrarás una respuesta. Examinemos, pues, pacíficamente, si alguno de entre ellos ha sido virtuoso. ¿No es cierto que el hombre virtuoso, que en todos sus discursos tiene siempre en vista el mayor bien, no hablará al azar y se propondrá un fin? Procederá como los artistas que aspirando a la perfección en su obra no cogerán al azar lo que necesitan para ejecutarla, sino lo que es adecuado para darle la forma que debe tener. Por ejemplo: si quieres fijarte en los pintores, en los arquitectos, en los constructores de barcos, en una palabra, en el obrero que te plazca, verás que cada uno de ellos pone en cierto orden todo lo que coloca y obliga a cada parte a adaptarse y a sumarse a las otras hasta que todo tenga la disposición, la forma y la belleza que debe tener, lo mismo que los otros obreros de quienes hablábamos antes hacen con relación a su obra; me refiero a lo que los maestros de gimnasia y los médicos hacen respecto del cuerpo para prepararlo debidamente y lograr su mejor estado. ¿Reconocemos o no que la cosa es así?

 Callicles.— Creo que siempre debe ser así.

 Sócrates.— Una casa en la que reina el orden y el arreglo, ¿no es buena?, y si en ella hay desorden, ¿no es mala?

 Callicles.— Sí.

 Sócrates.— ¿No debe decirse lo mismo de una embarcación?

 Callicles.— Sí.

 Sócrates.— Y refiriéndonos a nuestro cuerpo, ¿no podemos emplear el mismo lenguaje?

 Callicles.— Sin duda.

 Sócrates.— ¿Será buena nuestra alma si es desordenada? ¿No lo será más si todo en ella está en orden y en regla?

 Callicles.— Después de lo anteriormente dicho, nadie podrá negarlo.

 Sócrates.— ¿Qué nombre darías al efecto que el orden y el arreglo producen en el cuerpo? Probablemente lo llamarías salud y fuerza, ¿no es cierto?

 Callicles.— Sí.

 Sócrates.— Trata ahora de encontrar y decirme precisamente el nombre del efecto que el orden y el arreglo producen en el alma.

 Callicles.— ¿Por qué no lo buscas tú mismo, Sócrates?

 Sócrates.— Si prefieres, lo diré; pero si encuentras que tengo razón, convén en ello; si no, refútame y no me dejes pasar nada. Me parece que se da el nombre de saludable a todo lo que entretiene el orden en el cuerpo y de donde la salud y las otras buenas cualidades corporales. ¿Te parece bien o no?

 Callicles.— Me parece verdad.

 Sócrates.— Así, pues, el buen orador, el que se conduce según las reglas del arte, tenderá siempre a este fin en los discursos que dirigirá a las almas y en todas sus acciones; si hace alguna concesión al pueblo será sin perder esto de vista y si le quita algo será por el mismo motivo. Su espíritu estará ocupado incesantemente pensando en los medios de hacer nacer la justicia en el alma de sus conciudadanos, de expulsar de ella a la injusticia, de hacer germinar en ella la templanza y de apartar de ella a la intemperancia; de introducir, en fin, todas las virtudes y de excluir todos los vicios. ¿Estás de acuerdo conmigo u opinas de otro modo?

 Callicles.— Opino como tú.

 Sócrates.— ¿De qué le sirve, en efecto, Callicles, a un cuerpo enfermo y mal dispuesto que le presenten manjares suculentos en abundancia y las bebidas más exquisitas o cualquier otra cosa que quizá de nada le aproveche o, al contrario, más bien le perjudique? ¿No es verdad?

 Callicles.— Sí.

Sócrates.— Porque me figuro que no es una ventaja para un hombre vivir con un cuerpo enfermo, puesto que por necesidad tendrá que vivir en ese estado una vida desgraciada. ¿No te lo parece?

 Callicles.— Sí.

 Sócrates.— Por esto dejan los médicos en general en libertad a los que se encuentran bien de satisfacer sus apetitos como de comer cuanto quieran cuando tienen gana y lo mismo de beber cuando tienen sed. Pero jamás permiten a los enfermos hartarse de lo que les apetece. ¿Estás también de acuerdo conmigo en esto?

 Callicles.— Sí.

 Sócrates.— Pero, querido amigo, ¿no será preciso proceder lo mismo con el alma? Quiero decir que en tanto sea mala, es decir, insensata, intemperante, injusta e impía, se debe mantener alejado de ella lo que desea y no permitirle más que lo que pueda volverla mejor. ¿Piensas como yo o no?

 Callicles.— Pienso como tú.

 Sócrates.— Porque es el partido más ventajoso para el alma.

 Callicles.— Sin duda.

Sócrates.— Pero tener a alguien alejado de lo que desea, ¿no es corregirle?

 Callicles.— Sí.

 Sócrates.— Entonces para el alma vale más vivir corregida que silenciosamente, como pensabas ha poco.

 Callicles.— No comprendo nada de lo que dices, Sócrates, interroga a otro.

Sócrates.— He aquí un hombre que no podría consentir en lo que por él se hace ni soportar la cosa misma de que estamos hablando: la enmienda.

Callicles.— Nada de lo que has estado diciendo me interesa ni me ocupo de ello; si te he estado contestando ha sido por complacer a Gorgias.

Sócrates.— ¡Sea! ¿Qué haremos entonces? ¿Dejaremos incompleta esta discusión?…”

PLATÓN 427 a.C – 347 a.C.